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En el hogar de mi padre hay muchas moradas

En el hogar de mi padre hay muchas moradas

A veces un detalle del texto puede iluminar todo un pasaje. Por eso, nos conviene leer con detalle.

Ocurre que en griego, como en español, hay una diferencia entre dos palabras de la misma raíz: casa (oikós) y hogar (oikía). Casa es el edificio; hogar es la relación de amor que establece entre lo que viven en una casa. Se dice en este pasaje: EN EL HOGAR DE MI PADRE HAY MUCHAS MORADAS. Hubiera sido mucho más sugerente que la traducción hubiera mantenido el término “hogar”.

Es que se dice algo muy importante: no podremos entender al Dios que acompaña nuestra vida (“vendremos a él…”: Jn 14,23) si no vivimos con él una relación hogareña. El hogar, al ser lugar de buena relación, nos permite comportamientos que no tendrían explicación en la calle (p.e.: en el hogar, a veces, andamos en pijama; en la calle nunca iríamos así).

Hemos de construir una fe en la que las relaciones con Dios sean cálidas, confiadas, hogareñas. ¿Cómo hacerlo? Cultivemos certezas como astas:

- No temamos al Dios que nos respeta y nos ama: Dios no nos avasalla, ni nos fiscaliza, ni se entromete. Respeta, espera a que le abramos la puerta (Ap 3,20), es paciente con nosotros. Está donde le dejamos estar.

- No temamos al Dios que comprende y acoge nuestros caminos extraviados: porque él es Padre compasivo y su comprensión no se agota sino que se extiende a todos los días de nuestra vida.

- No temamos al Dios que nos habla más al corazón que a la cabeza: porque solamente desde el corazón podemos vivir en la comunidad cristiana con el gozo del amor. Ser cristiano no es tener unas determinadas ideas. Es tener un corazón tan compasivo como el de Jesús.

En otras épocas la piedad se nos hizo cordial. Por eso amamos las prácticas religiosas y no queremos que nadie las toque y las cambien. ¿No podríamos hacer que , antes que esas prácticas, la fe en Jesús se instale en el corazón? ¿Vibra tu corazón con Jesús? Una fe cordial no es de menor calidad que una fe teologal.

Quizá todo esto sea imposible si no hacemos, a la vez, cordial nuestra convivencia social. Al estar tan polarizada, tan radicalizada, se nos bloquean los mecanismos de la buena relación. ¿Cómo vamos a creer en un Dios hogareño si no somos capaces de hacer de nuestra vida, de nuestra ciudad, de nuestra familia, un verdadero hogar? Cuánto nos desvivimos por tener una casa. ¿No sería más “rentable” desvivirnos por tener un hogar en la vida y en la fe? Merece la pena pensarlo.

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