Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo

Hay textos a los que hay que aferrarse porque desprenden mucha luz. Uno de ellos, el de este domingo.
Dice que DIOS NO MANDÓ A SU HIJO PARA CONDENAR AL MUNDO, SINO PARA QUE EL MUNDO SE SALVE POR ÉL. Tenemos tan inoculada la condena derivada de una espiritualidad sobrecargada del pecado que se nos hace increíble. Más aún, hay quien militantemente defiende la condena de Dios. Quizá no se dan cuenta de que, al hacerlo, ellos mismos incurrirían en tal condena si la hubiere.
Jesús ha dicho que su yugo es “llevadero”, no obligatorio (Mt 11,30). ¿Cómo va a condenar quien no obliga? ¿Cómo va a condenar el amor que se entrega totalmente? Si lo hiciera, demostraría que no es amor.
Escuchar este evangelio tendría que llevarnos a trabajar por suprimir de nuestra vida cristiana el espíritu de condena. Estos podrían ser algunos cauces:
- Abandonar la idea de un Dios que condena: porque ese no es el Dios de Jesús que envuelve con amor nuestras injusticias y pecados. Seamos apóstoles decididos del Dios bueno.
- Abandonar la senda insensata de condenar al hermano: que nos aleja del evangelio y nos aleja del corazón del hermano. Nada se consigue con condenas y exclusiones.
- Abandonar el camino inútil de condenar a la sociedad: porque una mentalidad negativizadora no contribuye a la paz ni al bienestar social. Abandonar la senda de la descalificación, del insulto, los bulos y todo lo que deteriora la convivencia.
La fe cristiana está hecha no para hundir más en la zanja, sino para sacar de ella. Si hay algo que oprime nuestra vida, eso no viene del evangelio porque el evangelio está hecho para liberar, para dar respiro. La fe habría de llevarnos a sentir en los pulmones del alma el aire fresco de la libertad.