Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco.
TÚ ERES MI HIJO AMADO, EN TI ME COMPLAZCO
(12 de enero de 2025)
Evangelio de Lucas (3, 15-16.21-22) Link al texto.
Aunque leamos muchas veces un texto evangélico, siempre podremos sacarle partido para alimentar nuestra espiritualidad cristiana. Si reflexionamos un poco y nos detenemos con paz.
En esta escena del bautismo del Señor, momento decisivo en la vida de Jesús, se confirma su decisión de entregarse a los humildes con una frase que se toma de los viejos cantos del siervo de Isaías (42,1): TÚ ERES MI HIJO AMADO, EN TI ME COMPLAZCO. ¿Qué quiere decir esto?
Nosotros los cristianos no creemos en Dios en general, sino de un modo particular y concreto: creemos en el Dios de Jesús, el que Jesús nos ha desvelado, el que aparece en los evangelios: el Dios del perdón generoso, de la paz sosegante, de la acogida sin exigencias, de la generosidad probada, de la ternura que va más allá de las leyes, etc. En ese Dios creemos.
Ese Dios es Dios de todos, pero no del mismo modo: se pone del lado del pobre para sostenerlo y, desde ahí, conmina al poderoso para que se apee de su superioridad a que causa tanto dolor a los humildes. Aunque nos parezca inapropiado decirlo, el de Jesús es un DIOS PARCIAL, la parcialidad de uno que, en las duras palabras de María que no podemos edulcorar, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.
Si entendiéramos bien esto podríamos animarnos a unos comportamientos contraculturales, proféticos, sugerentes:
• Nos desplazaríamos hacia las pobrezas: porque podemos desplazarnos desde la posición en la que ahora mismo estamos, sea cual sea. Preguntémonos hacia dónde nos inclinamos, si hacia el brillo y el poder o hacia la sencillez y la entrega. “Que os tire lo humilde” dice san Pablo (Rom 12,16).
• Soñaríamos un mundo de igualdad real: de fraternidad igualitaria, de economía equitativa, de relación justa. Descreer de estos sueños es arrinconar las utopías de Jesús.
• Nos implicaríamos en causas que parecen perdidas: pero que están el corazón de las personas. Aunque no hayamos llegado a ellas, no están perdidas: la causa de la casa común, de la fraternidad social, de la justicia universal, de la reparación debida a las víctimas, etc.
El viejo cantor Labordeta decía sobre la injusticia social en sus jotas de ronda que «Si esto es lo que manda Dios,/ que venga santa Lucía / y cure a Nuestro Señor / de tan tremenda miopía». Dios no tiene miopía para ver la injusticia y ponerse de su lado. Está siempre ahí porque ve y se duele de la lentitud con la que la humanidad progresa en el camino de la justicia.
No seamos excluyentes: todo el mundo puede acceder a la propuesta de Jesús. Pero eso sí, hay que situarse, como el Dios de Jesús, en el lado de las pobrezas. Quitarle este potencial “revolucionario” al Evangelio, por trasnochado que parezca, es matarlo.